Sobre la cama
Podía adivinarse en los colores de su música. María tocaba el violín con los ojos cerrados; esa era su forma de dejar de ver para reproducir, para actuarlo todo de nuevo. Y la música cortaba el silencio. Era una firme declaración de voluntad.
No había regularidad en la práctica: Sencillamente ocurría. Podían pasar días o semanas en las que María parecía haberse olvidado por completo de su violín. Y si bien durante estos períodos no hablaban del tema, Martín pensaba secretamente en él, cual si meditara en un misterio, preguntándose cuándo. Entonces ocurría nuevamente, como un fenómeno natural sobre el cual ninguno de los dos tenía el control.
Él asistía con pasividad. Dejaba lo que estuviera haciendo y se tiraba en la cama a fumar, mirando el techo. Con sus ojos cerrados, los dos se encontraban del otro lado, en ese plano particular donde las aguas se agitan de acuerdo al movimiento de su arco. Tiernas caricias o numerosas y ligeras heridas sobre su pecho, todo dependía de la música. Y luego, sin decirse una palabra, chocaban en la cama y hacían el amor en silencio. La disculpa, la culpa o el reencuentro que ella le rendía. Martín ignoraba cuál de todas ellas, pero sabía que una cosa guardaba relación con la otra. Ahora era él quien reactuaba en la piel de ella, como una réplica a su música, sus propios reproches y caricias.
Aquel sexo era el cuidado de las heridas que ella misma le había causado, y a la vez, la entrega, el dejarse lastimar sobre la cama, como hacen los que aman y odian a la misma persona.