martes, diciembre 18, 2007

Polidor

Polidor fue bien recibido por él. Marie lo había encontrado en los pasajes subterráneos por los que borbotea la gente trajeada para evitarse las demoras al momento de cruzar la avenida 9 de julio. Lo traje porque me lo pidió cortésmente, le explicó ella. Que el olor a subte, esa mezcla de humanidad, caucho y electricidad, y que la presencia confusa del aroma de los cafés, de las tintas de los diarios y de los viejos afiches que empapelaron las carteleras de la calle Corrientes. Que el olor de las milanesas, el puchero y las empanadas en un ambiente repleto de portafolio y de transpiración. Y Polidor, en un rincón, pequeño Polidor, verde y fresco Polidor entre tanto cambalache de mediodía porteño. Y no fue fácil, le comentó encendiéndose un cigarrillo mientras le mostraba la habitación al invitado, y lo llevaba de un rincón a otro. Lo paraba sobre algún libro; lo miraba. Lo dejaba al pie de la ventana; lo miraba. Lo recostaba en la repisa; lo miraba. Un vagabundo la sorprendió mientras se lo llevaba e insistió en que era suyo. -¿Suyo? -Claro, es mi responsabilidad, dijo el tipo. No sé de qué responsabilidad me estaba hablando, ¿no es cierto Polidor? Una cosa tan pura como usted, tan bella en un lugar tan horrible y tan debajo de la tierra. Me costó un sánguche de milanesa y un ejemplar de Ole. Lo importante es que hayan llegado bien, opinó él, a quien en realidad le daba más o menos lo mismo que Polidor sí o que Polidor no. ¿Pero por qué Polidor? Ella hizo una mueca de fastidio pero en seguida se repuso. Cuando me lo llevaba en brazos me detuve a ver unas postales viejas, apretujadas desprolijamente en uno de esos mostradores de alambre que parecen árboles de navidad y que convenientemente giran sobre un eje que rechina. “¿Y?”. Y las miraba por hacer algo, pero ni yo sabía qué era lo que estaba haciendo, hasta que una de esas postales se impuso sobre las demás. Mostraba a un tipo tomando un café y leyendo el diario, sentado en una de las mesas de un café Polidor. Entonces me di cuenta que no había sido yo la que se paró frente al arbolito de las fotos viejas y que no había sido yo la que se fijó en la postal del café Polidor, ¿te das cuenta? Entonces lo miré y le dije: “Hola. Vos sos Polidor”.

viernes, noviembre 30, 2007

Buenas noches, Lucía

Es preciso tomar la callecita que duerme bajo tu cama. La que se arrastra debajo de tu puerta y cuelga como un brazo flojo de la punta de tus pies. Caminar por la avenida Corrientes donde para entonces estará lloviendo. Necesitar unas monedas, cuando la distancia sea la suficiente, para llamarte desde algún teléfono público. Por qué no te quedás hoy, me vas a decir. Estoy seguro. Pero es importante volver, sobre todo cuando las cosas no salieron como esperábamos. Vos a veces te acordás de mi, ¿no es cierto? ¿te acordás ahora? ¿no me dirías algo sobre mi antes de que me vaya? No llores, Lucía. A veces hace falta recorrer la callecita que se derrama de tu cama hasta la avenida Corrientes. Buenas noches, Lucía.

lunes, noviembre 26, 2007

Rêves

-En el sueño estabas vos. Me dijiste algo increíble. Te vas a reír.

-¿En serio?

Ella se enroscó entre sus brazos como una bufanda de perfumes.

-Contame. –mientras terminaba de acomodarse.

-El cielo era más violeta que azul, pero un violeta suave, como iluminado. Por ahí era verde o rosado, no me acuerdo. Nosotros caminábamos sobre un pasto que parecía un inmenso acolchado.

-¿Inmenso?

-Porque se extendía hasta donde se podía ver. Es más, ahora que lo pienso me parece que era un acolchado de verdad. Un acolchado de color verde que parecía pasto.

-¿Y yo qué hacía?

-Caminabas conmigo. Caminamos un rato hasta que de repente del río salió volando un gato afelpado de color gris. Tenía botones negros en lugar de ojos y se le veían las costuras de hilo blanco uniendo los jirones de tela. ¿Viste esos botones de cuatro agujeros en el centro? De esos.

-Claro, los únicos que hay. Pero pará, ¿de qué río me estás hablando?

-Había un río. Y en vez de agua, corrían montones de papel glassé. Blancos, celestes, azules, verdes. En fin, vos saltaste y te subiste encima del gato antes de que éste se alejara demasiado del suelo.

-Del acolchado, querrás decir.

-Si, del pasto.

-¿Y vos?

-Yo no reaccioné.

-Qué raro. –comentó con ironía. Lo pinchó con un dedo y le sacó la lengua haciendo un gesto con su cara.

-Me desesperé. No sabía qué hacer. El gato y vos se alejaban cada vez más. Lo recuerdo como algo terrible.

-Si, me imagino.

-No, en serio. Fue una cosa horrible.

-Si, si. Te creo. ¿Entonces qué hiciste?

-Me parece que salté o me remontó un viento, no sé. Como haya sido, de un momento a otro estaba volando detrás del gato afelpado que te alejaba del suelo. Lo curioso es que yo no volaba como se vuela en los sueños. Era algo más parecido a estar nadando en el aire.

-Pará, ¿cómo "como se vuela en los sueños"? ¿Cómo se vuela en los sueños?

-Con los brazos así -los extiende por encima de la cabeza. -Hacia adelante.

-¿Como Superman?

-Claro.

-No sé. Yo siempre vuelo parada en mis sueños.

-Dale, no jodas.

-No, te lo juro. Yo siempre vuelo parada.

-¿Parada? ¿De pie, querés decir?

-Claro. Ojo, con los brazos extendidos hacia delante, como Superman, pero parada. Como caminan los sonámbulos.

-No. No podés volar parada, ¿qué querés que te diga?

-¿Por qué no? Es un sueño, che. En los sueños yo vuelo como quiero. Si quiero volar parada, vuelo parada. Y si quiero volar sobre el gato de felpa que vive en el río de papel glassé, vuelo sobre el gato de felpa que vive en el río de papel glassé.

Con una mano, él encendió un cigarrillo. Con la otra, le acarició el pelo. Fumaba acostado, como vuela Superman, pero boca arriba. Adentro, escuchaban el silencio. Afuera, todo lo demás. El calor y la noche.

-Al final no me contaste -exclamó -¿qué fue lo que te dije en el sueño que te pareció tan gracioso?

-No sé. Ya no me acuerdo.

miércoles, agosto 15, 2007

Ella es blanca, casi de papel. Una melodía con alas de terciopelo. Se mueve dando saltitos sobre dos pequeños pies descalzos. Tan delicada que apenas puedo verla unos minutos. Si una gota la tocase, ella se desharía para siempre. Mi pequeña tragedia de papel.

martes, junio 12, 2007

Un gato en bicicleta

Piel de hoja (seca)
Dedos de palitos y de ramas
Ojos de avellana
Voz de papa


-¿Voz de papa?




-Sí, qué se yo -alzando un hombro.
-¿Tengo voz de papa? -insistió indignada.

Él le explicó que a veces los versos tienen esos pliegues. Ella, quiso asegurarse de hacerle saber cuán pelotudos le parecían él y sus versos. De cualquier manera se besaron encima de todos los pliegues y de todos los desencuentros, porque a veces pasa un gato en bicicleta, o pliegues, que es lo mismo.

-Menos mal que todavía hoy es posible dejar de entender algo.

domingo, mayo 27, 2007

1, 2, 3.

Voy a cerrar mis ojos, Martín. En serio. Voy a contar hasta tres y cuando los abra, ya no quiere verte. Llevate tus zapatos de queso, tu colección de discos y tu ausencia, esa porquería inmensa que no me deja en paz. Llevante eso también, no lo dejes tirado. Voy a cerrar mis ojos y voy a pensar que soy... no: voy a cerrar mis ojos y voy a ser la cima de una montaña. Algo inalcanzable. Un viento o una hoja seca. Antes de que cuente tres, Martín. En serio. Llevate ese libro. No, ese no. Ese es mío. El otro, el aburrido. Pero en serio, cuando te hayas ido van a venir tiempos felices, Martín, con alas y pingüinos. Cosas con paraguas, tazas de té, mesas en un jardín, nubes con sombrero y grillos con bastón. Vas a ver. Va a haber de todo. Pastos barrigones, lápices de colores y sueños de vainilla. Voy a tener alas, esas que a vos tanto te fascinaban, ¿te acordás? ¡Y te digo más! Cuando las tenga pienso volar a ninguna parte, ¿qué me decís? Ese marcador es mío. Bueno, llevatelo. Lo más lindo que me podés dejar es un poquito de soledad, que es lo más parecido a mi.

miércoles, abril 25, 2007

La reina de las baldosas

Alrededor de las siete de la tarde, en un rellano estival de alguna ciudad que jamás pude precisar, M. (porque así decidí llamarla, M.) me espera del otro lado del patio abierto de lo que parece ser una casa conventillo. Sonríe con una ternura indulgente, levemente reclinada contra una alberca de adoquines de aproximadamente medio metro de alto. Entre ella y yo, siete baldosas sucias, blancas y negras. Invariablemente hace calor. Si demoro lo inevitable, alcanzo a retener el eco de la risa de algunos pibes jugando a las escondidas, el sugestivo aroma del rocío o el color del cielo, entonces de plata. En el fondo, una escalera trepa hasta la galería del segundo piso, disponiendo una serie muy sugerente de puertas para cualquiera que se atreva a considerarlo. Sin embargo, apenas me entrego al juego, no puedo evitar la mirada de M. Esos ojos recortándome inescrupulosamente como si yo estuviera hecho de seda. Eso y las siete baldosas sucias, sospechosamente tan baldosas y tan siete. Hay algo terrible en M. Y cada noche atravieso uno a uno el piélago de cerámicos partidos. El primero, siempre el más difícil, es además el más excitante. El resto es tan sólo una distancia molesta entre lo prohibido y yo. En este punto, ya no puedo detener lo inminente. El patio se quiebra en la séptima baldosa, separándonos a M. y a mí. Cada paso nos aleja un poco más. Mi extremo del patio se eleva, mientras que el suyo desciende de manera proporcional. Lo último de ella es siempre aquiescencia infinita, desapareciendo en el abismo vertical de las baldosas sucias. En el reborde del abismo, desde la séptima baldosa, ya no puedo distinguirla del resto de las cosas. De cualquier manera, esto nunca importó, pues presumo ausente la ausencia y la imagino esperándome junto a la alberca de adoquines, buscándome en el cielo. Ya no hay risas, aroma de humedad o cielos de plata. El séptimo patíbulo es inconciliablemente real. Me desespero y salto (tal vez caigo, en realidad no lo sé).
Son las seis y media. Del otro lado son siempre las seis y media. Un agitado y conveniente café reafirma el reencuentro conmigo y la irremediable ausencia de M. El día de hoy, como el de ayer, se perderá en retazos que luego no parecerán coincidir de ningún modo. Se perderán para siempre en el valle sepia de los recuerdos olvidados. Entonces sorbo el café, que además es otra cosa (todas las cosas), con una resignación aburrida. Ya no hay nada de este lado que me interese. En los viejos días, no obstante, todo había sido diferente. M., tan sólo un sueño repetido, un tema de oficina para ocupar las horas de café. Y Juárez o Vicente, y las desventuras repetidas de aquel patio blanconegro. Hoy, somos ella y yo contra los días tristecafé de solemnes ocupaciones que ya no realizan más a nadie.
Las baldosas y lo atractivamente terrible se volvieron a encontrar en los albores de una nueva noche. M., tan ella y tan prohibida, tan terrible y seductora. M. del otro lado del infranqueable sobresalto que despierta lo material y la más incuestionable de sus ausencias. Esperó del otro lado de la ciudad, allí donde nadie pasea la mirada, donde todo es antena y tubo oxidado rascando las nubes. Se puso de pie en el rellano que interrumpía la caída. Permaneció inmóvil un instante prudente. A la hora de las radios, los bostezos y los delgados jirones de sol sobre lo negro y lo gris de la ciudad, la última baldosa resultó menos estival de lo acostumbrado; menos blanconegro. En el aire, los detalles se entramaron en dispersos rumores de automóviles y de colectivos. La espera ausente, por otro lado, al final de la caída, permaneció invariablemente presente. Se desespera y salta (tal vez caiga, en realidad no lo sé). La verticalidad lo vuelve cada vez más Ortega, más y más rumor de barrio. La última baldosa lo libera, lo transforma en un folklore de sangre para el horror de todos aquellos que seguirán despertándose alrededor de las seis y media para tomarse un tristecafé antes de salir a trabajar.