miércoles, abril 25, 2007

La reina de las baldosas

Alrededor de las siete de la tarde, en un rellano estival de alguna ciudad que jamás pude precisar, M. (porque así decidí llamarla, M.) me espera del otro lado del patio abierto de lo que parece ser una casa conventillo. Sonríe con una ternura indulgente, levemente reclinada contra una alberca de adoquines de aproximadamente medio metro de alto. Entre ella y yo, siete baldosas sucias, blancas y negras. Invariablemente hace calor. Si demoro lo inevitable, alcanzo a retener el eco de la risa de algunos pibes jugando a las escondidas, el sugestivo aroma del rocío o el color del cielo, entonces de plata. En el fondo, una escalera trepa hasta la galería del segundo piso, disponiendo una serie muy sugerente de puertas para cualquiera que se atreva a considerarlo. Sin embargo, apenas me entrego al juego, no puedo evitar la mirada de M. Esos ojos recortándome inescrupulosamente como si yo estuviera hecho de seda. Eso y las siete baldosas sucias, sospechosamente tan baldosas y tan siete. Hay algo terrible en M. Y cada noche atravieso uno a uno el piélago de cerámicos partidos. El primero, siempre el más difícil, es además el más excitante. El resto es tan sólo una distancia molesta entre lo prohibido y yo. En este punto, ya no puedo detener lo inminente. El patio se quiebra en la séptima baldosa, separándonos a M. y a mí. Cada paso nos aleja un poco más. Mi extremo del patio se eleva, mientras que el suyo desciende de manera proporcional. Lo último de ella es siempre aquiescencia infinita, desapareciendo en el abismo vertical de las baldosas sucias. En el reborde del abismo, desde la séptima baldosa, ya no puedo distinguirla del resto de las cosas. De cualquier manera, esto nunca importó, pues presumo ausente la ausencia y la imagino esperándome junto a la alberca de adoquines, buscándome en el cielo. Ya no hay risas, aroma de humedad o cielos de plata. El séptimo patíbulo es inconciliablemente real. Me desespero y salto (tal vez caigo, en realidad no lo sé).
Son las seis y media. Del otro lado son siempre las seis y media. Un agitado y conveniente café reafirma el reencuentro conmigo y la irremediable ausencia de M. El día de hoy, como el de ayer, se perderá en retazos que luego no parecerán coincidir de ningún modo. Se perderán para siempre en el valle sepia de los recuerdos olvidados. Entonces sorbo el café, que además es otra cosa (todas las cosas), con una resignación aburrida. Ya no hay nada de este lado que me interese. En los viejos días, no obstante, todo había sido diferente. M., tan sólo un sueño repetido, un tema de oficina para ocupar las horas de café. Y Juárez o Vicente, y las desventuras repetidas de aquel patio blanconegro. Hoy, somos ella y yo contra los días tristecafé de solemnes ocupaciones que ya no realizan más a nadie.
Las baldosas y lo atractivamente terrible se volvieron a encontrar en los albores de una nueva noche. M., tan ella y tan prohibida, tan terrible y seductora. M. del otro lado del infranqueable sobresalto que despierta lo material y la más incuestionable de sus ausencias. Esperó del otro lado de la ciudad, allí donde nadie pasea la mirada, donde todo es antena y tubo oxidado rascando las nubes. Se puso de pie en el rellano que interrumpía la caída. Permaneció inmóvil un instante prudente. A la hora de las radios, los bostezos y los delgados jirones de sol sobre lo negro y lo gris de la ciudad, la última baldosa resultó menos estival de lo acostumbrado; menos blanconegro. En el aire, los detalles se entramaron en dispersos rumores de automóviles y de colectivos. La espera ausente, por otro lado, al final de la caída, permaneció invariablemente presente. Se desespera y salta (tal vez caiga, en realidad no lo sé). La verticalidad lo vuelve cada vez más Ortega, más y más rumor de barrio. La última baldosa lo libera, lo transforma en un folklore de sangre para el horror de todos aquellos que seguirán despertándose alrededor de las seis y media para tomarse un tristecafé antes de salir a trabajar.