lunes, diciembre 08, 2008

Tres ratones ciegos

-La primera vez, me golpeé tan fuerte contra una pared que casi me ahogo con mi propia sangre. Me tocaba la cara buscando un corte o algo parecido. Fue horrible. Mis manos no podían reconocerla. Era como tocar la pulpa de una fruta o un trapo mojado. Todavía siento el dolor en la nariz. El gusto de la sangre que se mezcla con la saliva, con las lágrimas. A veces, de noche, siento esa desesperación y tengo que abrir los ojos, aunque sea para ver nada. Un chico que no puede correr es como un pájaro sin alas.

Estaba acostada boca arriba y miraba el techo. Le hablaba al techo. Le hablaba tan despacito que las palabras, en lugar de quedarse arriba, se volvían y llovían sobre los dos.

-Las otras dos o tres veces que volví correr no terminaron tan mal. Estaba muerta de miedo. Era como estar dentro de una bola de miel. Eso no era correr. Después me olvidé del asunto y listo. La chica ciega que quería correr, ese podría ser el título para tu novela, ¿qué tal?

-Tendría que escribir todo desde el principio.

-Es perfecto. Es sobre esta chica que no ve. Los dramas se leen mucho mejor.

-Debió haber sido una mierda, ¿no?

-Al principio. –Se miró una uña. -Pero te acostumbrás. No sé cómo, pero te acostumbrás. Aprendés a mirar de otra manera y te olvidás que no podés ver. Imaginate, el día que pude volver a ver me sentí completamente ciega y desorientada.

Él se había olvidado de la calentura, del escote y de las ganas de cogerla. En cambio, las manos de Julia le parecían ahora dos ratoncitos blancos durmiendo sobre su panza, uno al ladito del otro.

-Tuve que aprender todo de nuevo. Es algo que no le pasa a la mayoría de la gente. Juntar los olores que había descubierto con todo eso que podía verse. Las voces con las caras; que la cosa tarro era tarro y que el perfume lavanda era como violeta, y no algo verde. Cuando cierro los ojos todavía puedo ver algunos colores. Colores de sonidos y perfumes; nuevos. Me los había inventado para no aburrirme, pero además porque ya no me acordaba de los otros. Eran lo único que veía. La voz de mi abuela, por ejemplo, tenía el color más lindo de todos.

-¿De qué color es mi voz?

Ella cerró los ojos y le pidió que hiciera silencio. Sonrió.

-¿Y?
-¿Qué?
-¿De qué color es mi voz?
-Sería como explicarle a alguien que nunca tocó la piel de un durazno lo que se siente tocar la piel de un durazno. –Él no respondió. Nadie dijo nada. Entonces ella estalló en una carcajada y le dijo que tenía voz de durazno.

Él se acercó para acariciarle una pierna y ella abrió los ojos. Así se quedaron un buen rato, mirándose. Dos ratoncitos blancos sobre la panza y otro más sobre una pierna.