lunes, septiembre 25, 2017

Le felicidad

Estábamos perdidos, arruinados. Los perros perseguían sin éxito el conejo mecánico unido al costado de la pista. El resultado era siempre el mismo. Nosotros éramos el perro y la felicidad estaba unida al costado de la pista. Una felicidad mecánica que jamás alcanzaríamos. Rompí mis boletos y encendí un cigarrillo. El humo me arañó la garganta. Lo tiré al suelo, lo pisé. ¡Te piso injusticia! Unos pocos salieron corriendo hacia las cabinas de apuesta. Los afortunados. Los demás éramos los mismos. El conejo se había llevado la última moneda que teníamos. Los altavoces anunciaron la próxima carrera. En diez minutos abrirían las apuestas para la siguiente ronda. Muchas almas peregrinaron al bar. Una baba gris derramándose lentamente hacia el mar. El bar del hipódromo es un espacio necesario, como la tienda de campaña en el campo de batalla. Los que pierden, van a morir; los que ganan, van a olvidar cuánto habían deseado estar muertos. Miré el reloj. Miriam no tardaría en llegar a casa. Miriam y el bebé. Me contaría algo gracioso que ocurrió durante el trabajo y se pondría a cocinar. Trabajaba como operadora en la compañía de teléfonos. No era un trabajo divertido pero siempre encontraba algo gracioso para contar antes de cocinar. Su rostro es un sol precioso que cura las impurezas de mi vida.

En mi camino hacia el estacionamiento un tipo me ofreció un folleto de ganadores. Eran esos folletos que tienen los resultados del día, preparados para los crédulos y los desesperados. No he conocido a nadie que haya admitido alguna vez haber comprado uno. Son una trampa para idiotas.

-¿Sabe quién va a ganar la próxima? –Pregunté.

-Claro que sí, y por veinte billetes usted también lo sabrá. –Agitó el folleto.

-¿Y por qué no apuesta en lugar de vender los resultados? Le iría mejor.

-¿Quién dijo que no lo he hecho? Tengo suficiente dinero. –El tipo me estudió sonriendo. -¿Qué dice? Es la última carrera de la mañana. No la deje pasar.

-La verdad es que no me interesa ni el folleto ni su vida.

Reanudé la marcha pero el hombre me detuvo por el brazo.

-Un mal día, ¿no es así? Tenga. –Y me dio un folleto. –Mierda, tenga. –Y puso un billete de diez en el bolsillo de mi camisa. –Hoy la vida le sonríe. –Dijo. No pude devolverle el dinero. Ya se había ido.

Saqué las llaves del auto. Diez dólares no van a tapar el agujero que le hice a nuestro bolsillo. Miriam no me lo perdonará. Esta vez no me lo perdonará. Me detuve. En una mano sostenía las llaves; en la otra, el folleto con los próximos ganadores. La situación era desesperada y requería una decisión inmediata. Por eso actué en consecuencia. Me olvidé de todo el asunto y me fui derecho al bar. Una cerveza, cinco dólares. Antes de pagar miré alrededor. No quería ser visto por el tipo de los folletos. Aquella era su plata y no me la había dado para comprar cerveza. En realidad, no sabía para qué me la había dado. Carajo, no sabía por qué me la había dado. De donde yo vengo, la gente no regala un centavo. Te arrancarían los dientes con las manos por un dólar. Fui a sentarme al fondo, lejos de todos, junto a las ventanas que daban a la pista. La gente ahí abajo, en las gradas, era un trazo de pintura, un agitado corredor de hormiguero. Alcé mi mano y pasé el dedo sobre ellos. Aquí en el cielo no queremos a los de su clase, sentencié. Una chica que estaba sentada a unas mesas de distancia me dirigió la mirada. No le presté atención. Aplasté a la gente con la yema de mi dedo. Tomé la pista entre mis manos y la hice desaparecer. Todos sintieron mi cólera.

Miriam había estado juntando plata para comprarle al bebé un cochecito como los que tienen las familias que lo tienen todo. También íbamos a construir un cuarto adicional para el niño. Cuando el arquitecto que nos habían recomendado me entregó el presupuesto mi corazón se detuvo. Un golpe en la boca del estómago. No había aire suficiente para mi en este mundo. Caí de rodillas. Era el peso inhumano de nuestra miseria. Pero Miriam sonrió. Para ella todo es posible. Con ella todo es posible.

-Lo que hay que hacer es gastar sólo en lo necesario. –había dicho.

Lo había dicho por mi. Ella sabía que yo no podía elegir y eligió por mi. El bebé era más importante que tratar de ser millonarios apostando el sueldo a los galgos. Pero ahora no teníamos nada. Un bebé sin habitación y sin carro. Había caminado sobre el rostro de mi hijo. Y sentía vergüenza porque él no me importaba. Él no sabría la diferencia entre carro y no carro. Pero Miriam sí. El carro era para Miriam. La habitación era para Miriam. Yo había sido para Miriam, porque era suyo y no de las carreras. Quería llorar.

La largada como siempre llamó mi atención. Los animales corriendo provocan un estremecimiento particular. Es la suerte agitándose en la pista. Desde la ventana pude ver un galgo plateado surcando la pista como un disparo. Era la voluntad de Dios; una cosa hermosa. La gente rugió como en un estadio de fútbol. Entonces revisé el folleto de ganadores. El nombre del perro coincidía. El mundo se detuvo en toda su gloria. Entonces, me golpeó en la cara como una puerta ¿Qué tenía que perder? ¿Cinco dólares? Con eso no podría pagar el combustible que hacía falta para volver a casa. Apuré la cerveza y corrí hasta las cabinas de apuestas. Todavía no estaban habilitadas pero la voz en los altavoces ya había empezado a anunciar la última carrera de la mañana. El dinero me quemaba. La posibilidad de ganar me seducía, pero saber que podría estar sosteniendo los resultados del día me excitaba, y esa era una sensación diferente y poderosa. Victoria, por ti mujer hemos hecho pedazos nuestros barcos en las rocas.

Con cuidado revisé el folleto. El próximo nombre ni siquiera era un favorito. Nunca lo había sentido nombrar. Había perdido tres de cinco. Miré el reloj. ¿Sería posible? ¿Quién apostaría por esas pulgas? Claro que pagarían bien si ganaba. Podría recuperarlo todo. Entonces pensé que tal vez el tipo de los folletos arreglaba las carreras de alguna manera. Tal vez trabajaba con el hipódromo o para un reducido grupo de poderosos hombres de dinero. Aseguraba el grotesco fluir de los manantiales de unos pocos. Y yo, había pasado a ser parte del esquema. Yo apostaría al perdedor. En mis manos, el barro se volvería ave y nos llevaría hacia lo más alto del firmamento para bañarnos con las mieles del sol y de la despreocupación. Sí, alguien tenía que apostar al perdedor. Encendí un cigarrillo y esperé. A mi alrededor los imbéciles hacían cálculos, paraban la oreja, cuchicheaban como ratas. Yo no jugaba. Yo sabía. Ahora era parte de algo grande.

Se abrieron las ventanas y todos se abalanzaron sobre ellas como una ola rompiendo contra la escollera. Todos perseguían al mismo conejo mecánico. Los perros y los jugadores. Solamente nosotros sabíamos que era un truco. Esperé con paciencia mi turno e hice la apuesta. El tipo de la cabina me miró a los ojos y se rascó una ceja. ¡Una ceja! Eso no podía ser sino una señal. Indudablemente me había reconocido. El tipo de los folletos le debía haber hablado de mi. Bendito seas, mi buen hombre. Esta vez iba a ganar. Tomé mi boleto y dando unos golpecitos sobre la mesa le guiñe el ojo y le dije que volvería en un instante.

-Que tenga suerte. –dijo.

-¿Suerte? ¿Qué tiene que ver la suerte en todo esto?

Me encerré en el auto. El bulto de billetes se agitaba en el bolsillo del saco como un corazón asustado. Me costaba respirar. Los conté lenta y cuidadosamente. Eran billetes nuevos y fragantes. Era mucho dinero. No era una fortuna, pero era un poco más de lo que había traído. Volví a guardar el dinero y revisé el folleto. Busqué un nombre, un número de teléfono, una dirección. No había nada. Era un folleto sobrio, idéntico a los demás folletos de favoritos y ganadores. Pasé mis ojos por los nombres, por los gloriosos ganadores; por los elegidos. El ciclo de carreras de la mañana había terminado pero quedaba el de la tarde. Miré el reloj. Tenía tiempo suficiente.

Conduje despacio. El aire de la ciudad jugaba conmigo. Me sentía lleno de vida y lleno de amor por Miriam. Se acabaron los días de teléfono, bebé. Me detuve en Tiffany's y entré. Un tipo perfumado y muy elegante me preguntó qué quería. Parecía recortado de alguna revista. En cualquier otra situación me habrían dado vergüenza mis pantalones, pero no ese día. Ese día iba a comprarle a Miriam un anillo de oro como había tenido la mamá de su mamá. Señalé lo que quería y el tipo perfumado levantó una ceja con desconfianza.

-¿Cuánto? –Pregunté.

-150 dólares. –Respondió.

-Envuélvalo para regalo. –Le dije.

El tipo no se movió hasta que empecé a separar los billetes. Su actitud cambió al instante. Se mostró cordial y sonreía. –Póngalo en una de esas finas cajitas de paño que se ven en las películas, no repararé en gastos. –Le dije. El tipo no me prestó atención. Me sentí un idiota al ver que cada pieza venía en su estuche. Pagué y me fui volando.

-¡Bah! –exclamé en la calle. –¿Qué me importa su bigote y su perfume?

El tipo me miraba desde adentro.

-¡El que tiene el dinero soy yo!

Me subí al coche. Me saludó con la mano. –Qué te caigas muerto. –Grité.

La noticia del embarazo nos cayó a los dos como un imprevisto. Miriam no parpadeó pero yo sentí que la vida me había pateado en las costillas. Me había escupido y se había reído de mi. Al poco tiempo perdí mi trabajo de columnista en la revista de literatura y Miriam tuvo que conseguir el puesto en la compañía de teléfonos. Estaba embarazada, en pleno verano, esperando el hijo de un miserable apostador desempleado. Por las noches me echaba llorar, mordiendo las sábanas para no despertarla. Por un tiempo, la vida escoció nuestra piel. Comíamos fruta porque era más barato y tomábamos mucha sopa. Ella trabajaba y yo me quedaba en la casa tratando de escribir algo, buscando la manera de llegar nuevamente a la orilla. Pero el bebé era una tormenta inminente y las aguas se volverían traicioneras. Me devorarían. Me dominaba la angustia. Pero Miriam sonreía. Volvía del trabajo con las historias más divertidas.

–Hoy una mujer pidió hablar con Dios.

-¿Con Dios?

-No hubo manera de persuadirla de que aquello no era posible.

-¿Y qué hicieron?

-Le pasamos la llamada a Jeff.

-¿Jeff es Dios?

-Bueno, es nuestro jefe así que no estábamos tan lejos.

-¿Y qué ocurrió con Jeff?

-La señora lo acusó de haber matado a sus geranios y le exigió una solución. Jeff pidió disculpas y dijo que el señor obraba de maneras misteriosas.

-Está muy bien. ¿Y la señora qué dijo?

-Ella dijo que estaba cansada de regar geranios secos y le pidió a Dios que le devolviera el dinero que había dado en misa durante su vida.

-Es una señora bastante razonable.

-Jeff le prometió que los próximos geranios durarían para siempre.

-¿De verdad hizo eso?

-Era más fácil que darle el dinero.

-Es verdad. ¿Y ella estuvo de acuerdo?

-No, prefirió el dinero. Jeff le dijo que no sería posible y la señora le dijo que estaba despedido.

-¿Despedido?

-Sí. La señora despidió a Dios.

-Bueno, por lo menos no soy el único desempleado por causa de un capricho.

-Por causa de unos geranios, mi vida.

La risa de Miriam es una melodía suave. Un junco fresco al reparo de toda la miseria. Un paseo por todo lo que es bueno en la vida. Amaba a Miriam pero el embarazo la había cambiado. A veces lloraba en el baño y me daba la espalda en la cama. Se plegaba sobre el globo blanco e impoluto que llevaba en su vientre y se volvía un oasis distante que yo nunca alcanzaba. Una vez me preguntó si todavía la encontraba linda. Yo le respondí que sí pero ella rompió a llorar. Me pidió disculpas. Se disculpó por ser una carga, una condena para mi. Me recomendó que fuera detrás de las chicas lindas y flacas que se veían en la calle. Traté de explicarle que no tenía ganas de ir detrás de ninguna chica que paseara por la calle pero ella no quiso entrar en razón. Dormimos en camas separadas por un tiempo hasta que una noche la vi volver. Ella y el bebé me abrazaron llorando y me pidieron perdón. Debería ser más atento con ella pero mantiene la casa y nos da de comer. Por las noches yo sólo quiero llorar. Ella piensa que yo sería más feliz en otra parte.

Observé el anillo largamente. Lo puse sobre la mesa. Lo puse sobre su almohada. Lo puse dentro de un sombrero. No sabía donde ponerlo. Cuando llegó a casa yo estaba tratando de esconderlo dentro de un paraguas.

-¿Qué pasa? –Preguntó intrigada y sonriente. Ya no tenía sentido esconderlo más. Dejé el paraguas sobre la mesa y le entregué el fino estuche de joyas. Sus labios temblaron cuando leyó la leyenda dorada de Tiffany's. Puso una cara que no había visto nunca. Tuve miedo.

-Está bien. Se puede abrir. –dije. Pero no lo abrió. Sostenía la cajita sin saber qué hacer. Se la saqué de las manos y la abrí delante de ella. Sus ojos se abrieron como dos lunas verdes. Hasta el globo en su vientre pareció estremecerse. Me eché a reír. Me había puesto nervioso.

-Está bien, bebé. –Exclamé sonriendo. –¡Conseguí trabajo!

Y sus ojos saltaron del anillo a los míos con una precisión olímpica.

-Me dieron un adelanto formidable y el sueldo es de lo mejor. Se acabaron los tiempos de vacas flacas, nena.

Entonces sonrió. Sonrió como hacía mucho tiempo que no sonreía y entendí que todas las demás sonrisas habían sido una mentira, un paño frío para mi amargura. ¡Pobre Miriam! Haber tenido que soportarme a mi y sonreír para no preocuparme. Haber tenido que cargar con la casa, con el niño y conmigo. Quise darme la cabeza contra la pared pero ella saltó hacia mi y me devoró en una abrazo perfumado. Me sacó el anillo de las manos y lo observó con detalle. Me dijo que era precioso pero enseguida se retrajo y me preguntó si debería haber gastado tanto dinero.

-¿Tanto dinero? ¡Pero no es nada!

Ella no daba crédito a mis palabras. Estaba al vilo de una trama cada vez más interesante.

–Nena, vas a poder dejar ese trabajo de mierda. Vas a poder mandar a Jeff al quinto culo del mundo por lo que vale.

-Pero a mi me gusta Jeff. –Contestó avergonzada.

-Bueno, da igual. –dije.

Saqué lo que quedaba del dinero y se lo di en la mano. Casi se le cae al suelo. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había sostenido tanto dinero. Quiso depositarlo en el banco pero la detuve. No quería que supiera que ya no teníamos ahorros.

-¿Por qué no te compras algo?

-¿Algo?

-Sí. Un vestido o unos lindos zapatos

-No sé. Tal vez deberíamos guardar este dinero.

Me enfurecí.

-¡No tenemos que ahorrar más nada! ¡Nuestros problemas están arreglados! –Miriam se escondió detrás del rollo de billetes y dio un paso hacia atrás. Me calmé un poco.

-Compra un vestido como los que usa Vivien Leigh y esta noche iremos a cenar. ¿No te gustaría eso? Y puedes ir diciéndole a Jeff que se acabó el asunto del teléfono. Desde ahora tu haces las llamadas.

Ella me miraba sorprendida. Se guardó el dinero en el bolso. La besé. Le toqué el culo. Ella sonrió. Le había gustado. Nos besamos.

-Está bien. –Me dijo.

Miré el reloj. Todavía tenía tiempo para dar con las carreras de la tarde.

-Escucha, aún tengo que hacer algunas cosas. –Le dije. –Nos veremos a la noche. Quiero que te compres el vestido más elegante que encuentres.

Volví a besarla y salí a la calle. La ciudad me recibió con una calidez infinita. Me sentía el hijo más hermoso de Dios. Miriam, nunca más vas a sentir vergüenza de estar con este pobre idiota.

Conduje hasta el Craig’s Lot. Conocí a Craig cuando compré el automóvil hacía unos años. Es un tipo astuto y sabe conseguir lo que quiere. Yo sólo necesitaba una buena cantidad de plata. Eso era todo. Sentí vibrar el auto. Su ronroneo y su aroma conocido. Me asaltaron recuerdos de viajes a la playa con Miriam y de encuentros románticos en el asiento de atrás. Me dominó el remordimiento. Por un instante al menos.

El auto se deslizó sobre la grava blanca y el suelo crujió como un montón de galletitas secas. No había nadie curioseando los modelos. Hacía mucho sol. El calor era insoportable. Detuve el auto junto al resto del lote y soné la bocina. Craig salió de la oficina cubriéndose del sol con una revista. Se acercó enseguida.

-¿Qué hay Craig?

-¿Lo conozco?

-Nos hemos visto. Hace un par de años te compré esta belleza. –Craig le echó un vistazo y silbó secándose el sudor de la frente con la manga de la camisa.

-Es una belleza. –Admitió.

-Bueno, Craig. Así está la cosa. Necesito dinero rápido. ¿Qué te parece si me sacas de encima este bebé y los dos nos quedamos contentos?

-No sé. Es un modelo muy viejo.

Tenía razón. El auto ya era viejo cuando lo compré. Necesitaba el dinero. Miré la hora. Me había confiado demasiado. Las carreras de la tarde estaban empezando. Necesitaba llegar al hipódromo cuanto antes.

-¿Viejo? ¡Pero si es un clásico! –Le di un golpe a la chapa hirviendo. Craig sacudió la cabeza sin estar muy convencido de mi argumento.

-No sé. –Dijo.

-¿Cuánto me darías por él?

-No mucho. Lo mejor es que trates de venderlo en forma particular.

-Nada de eso. Necesito el dinero ahora mismo, Craig.

-¿Estás en problemas? –Escuché su interés. Hijo de puta. Iba a sacarme el relleno del cuerpo. Eres despreciable, Craig.

-No tengo tiempo para esto. ¿Cuánto me darías por él?

-Mil quinientos.

¿Mil quinientos? ¡Pero me costó mucho más que eso!

-Es lo que puedo ofrecerte.

Craig sonreía. El sol caía sobre su cara como una pesada cortina de agua caliente. Es la conciencia, Craig. Es la conciencia que está empezando a traicionarte.

-Está bien, Craig. Aquí están las llaves.

-Perfecto. Vamos a mi oficina.

Lo seguí. Mis pies se hundían en las piedritas blancas y me quemaban los tobillos. La tierra estaba tratando de devorarme. No podía permitirlo. Revisé la hora. Llegaría. Craig me hizo sentar. Me ofreció un café mientras preparaba unos papeles. Tengo que ir hasta la esquina pero puedo dejar el agua hirviendo, ¿qué te parece? Podríamos hablar del auto. Me encantan las historias que hay detrás de los autos usados que vendo.

-Sólo quiero el dinero, Craig.

-Claro, claro.

Llené las formas. Completé los datos. Apreté los dientes. Recibí el dinero. Nos estrechamos las manos. Fue un placer, dijo. Ya lo creo, Craig. Y salí volando. Le di un último vistazo al auto. Había sido un buen amigo. Me dominó la nostalgia. Por un instante al menos.

Caminé unas cuadras hasta la parada del bus. Hacía mucho calor. Pensé en Miriam. La imaginé recorriendo las vidrieras con la ilusión entre sus manos. Hablaría con el bebé. Le diría que su padre era un gran hombre. Me palpé los bolsillos. Necesitaba cambio para viajar. Los mil quinientos dólares, las llaves de la casa. No tenía ni una moneda. ¡Santísima mierda! ¡Tampoco tenía el folleto! Lo había dejado en el auto. Volví corriendo. Mi corazón empujaba mares de ácido de batería a través de mis venas. Me faltaba el aire y mi cabeza latía como una bomba. Di vuelta a la esquina y entré en el Criag’s Lot. Casi me caigo por la grava. Me arrastré hasta mi viejo auto haciendo el bullicio de las nueces aplastadas. Me pegué a la ventanilla y allí estaba. El folleto sobre el asiento del acompañante. Corrí hacia la oficina de Craig. Llamé a la puerta. La golpeé con las manos, la pateé. Un cartel en la puerta decía: “He salido un momento”. ¡Maldito seas! ¡Te odio Craig y odio tu café! ¡Te maldigo, hijo de una gran puta! Lo insulté a él y a su madre. Insulté a sus hijos y a su perro. Me acordé de sus amigos y le tiré piedras a sus autos. Hacía demasiado calor. Miré el reloj. La oportunidad se me escurría entre los dedos como el agua de un manantial. Volví al auto que había sido mío y forcejeé con la puerta. Traté de abrirlo de mil maneras pero no hubo caso. Me senté a esperar. El tiempo pasaba muy rápido. Estaba muy aturdido para pensar. No había nadie en la calle, no habían nubes en el cielo. Todos estaban en el hipódromo. Todos estaban esperándome a mi, al artista que convertiría mil quinientos dólares en una fortuna incalculable. Esperé media hora. Esperé hasta que me sangró la piel. Me puse de pie y caminé hacia el borde del lote, donde estaban las piedras más grandes. Tomé una piedra prodigiosa con las dos manos. Me transpiraba la cara, la ropa, los brazos. Me acerqué al auto y estrellé la piedra contra la ventanilla. El estruendo agitó el aire. Era mío. Me asomé dentro del auto procurando no cortarme con los restos de la ventanilla y tomé el folleto. Entonces escuché que alguien me gritó algo. Volteé. Era Craig, a lo lejos, con una bolsa de mandados. Nos observamos un instante. Los dos, inmóviles. Eché a correr. Lo siento, Craig. Esta noche volveré y pagaré los daños. Te compraré el mejor auto y nos reiremos como dos locos. Te presentaré a Miriam. Te va a encantar. Es una chica preciosa. Está esperando a mi hijo, ¿te lo había dicho? Los dos te contaremos historias sobre el auto. Ya verás, amigo. Ya verás.

No tenía cambio para tomar el bus. Detuve un taxi. No tenía opción. En bus no llegaría a tiempo. El taxi se detuvo frente al hipódromo y le di al chofer un billete grande. Le dije que se quedara con el cambio. El tipo dijo algo pero no me quedé para escucharlo. Corrí hacia las cabinas de apuesta. Estaban cerradas. Los perros estaban corriendo en ese momento. Le pregunté a uno que andaba por ahí qué carrera era.

-Es la anteúltima. –Me dijo.

Lo había logrado. Lamentaba no haber llegado antes. Podría haber apostado más. Podría haberme hecho verdaderamente millonario. Revisé el folleto y busqué la anteúltima carrera de la tarde. El ganador sería un perro llamado Plato de Mariscos. Me hizo gracia el nombre. Había recuperado la calma. Guardé el folleto y encendí un cigarrillo. Me paseé por los pasillos. Sentí curiosidad y quise ver si encontraba al hombre que me había regalado el folleto. Quería darle las gracias, contarle que sabía todo. Devolverle el dinero, como un gesto de camaradería. Un detalle, le diría bromeando. Él lo entendería. Pero el tipo no estaba. La carrera terminó con los rugidos de siempre. Los altavoces anunciaron que el ganador había sido Plato de Mariscos. Mi cuerpo se conmocionó. Fui volando a las cabinas de apuesta. Esta vez sería el primero en apostar. No debía perder la oportunidad. Mañana regresaría y buscaría al tipo de los folletos. Mañana sería otro día, pero hoy tenía que apostar los mil quinientos dólares como sea. Todo el dinero que teníamos en el mundo, todo por ganar. El carrito, la cena con Miriam, la habitación del niño, el auto nuevo, la tranquilidad. La sala empezó a llenarse de escoria. Algunos revisaban los boletos que estaban tirados en el suelo. Alguna vez yo había hecho lo mismo. Me dieron pena. Comprendí el gesto del tipo de los folletos. Él había sido como yo y me había dado una oportunidad. Y yo quería dárselas a ellos. Pero hoy no. Hoy sólo uno sabía el secreto y era yo. Para que el sistema funcione los ganadores deben ser perdedores y por eso, debe ser uno. Un loco rematado que apuesta fuerte a un perro que tiene todas las perder y produce un dineral. ¿Y cómo se benefician ellos de ese dinero que pierden? Bueno, no importaba. Tal vez el dueño del perro recibía algo. Tal vez era buena publicidad o seducía a los menos convencidos. La verdad, no me importaba. Apagué el cigarrillo y encendí otro. Las cabinas se abrieron. Esta vez encabecé la ola. Saqué los mil quinientos dólares y los puse sobre el mostrador. El empleado quiso un nombre y se lo di. Me miró sorprendido. Esperó. Tal vez yo le diría que me había equivocado, que había querido decir algún otro perro o que lo mejor sería guardar un poco de esa plata. Esperó.

-¿Qué espera? –Pregunté.

El empleado me dio el boleto. Sus ojos no se despegaban de mi cara. Me molestaban. Parecían insectos revoloteando a mi alrededor. Me deshice de ellos y fui a la pista. En la mano, sostenido como mi alma se sostenía del cuerpo, el boleto. El sol estaba en primera fila junto a mi. El calor proporcionaba trampas de todo tipo avivando los pegotes en el suelo de madera. Costaba levantar los pies al caminar. Había tensión en el aire. La tensión de la última carrera. La tensión del hombre desesperado. Miles de bocas hambrientas, de hogares de familia, de educaciones y cuerpos desnudos dependían del resultado de esa carrera. Pero la suerte era para los demás.

Sonó el disparó. El conejo mecánico salió por designio divino. Las cuevas de los perros se abrieron y liberaron llamas de colores que encendieron la pista. Mi perro corrió. Verdaderamente corrió. Corrió por mi, por Miriam y por mi hijo. Corrió por Craig. Corrió por todos nosotros, por la fé en la iglesia, en la vida misma. Corrió por la humanidad. Ese perro estaba corriendo detrás de mi felicidad. Mi corazón explotaba. Me paré en mi asiento. Me tiré del pelo. Sentía que las fuerzas me abandonaban, que el aire se me iba de la cabeza. Se acercaban a la recta final y la gente rugía. Era un espectáculo único y maravilloso. El suelo se sacudió violentamente cuando los perros pasaron delante de mí. Lágrimas que rompieron en mi rostro, lágrimas de profunda devoción y esperanza. La gente nos alentaba. Toda mi vida corría sobre ese conejo mecánico. Amaba el juego. Los perros cruzaron la meta. Había perdido.

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