............El noroeste es un destino turístico atractivo con sus montes de colores, sus costrumbres sencillas y sus peñas. En verano se colma de turistas que se mezclan con la arcilla, la tierra y el vino. Los senderitos entre las casas, culebrillas de adoquines coloniales, convergen en la plaza donde se monta la celebración y resuenan los bullicios. Edgardo apuró el vaso y me dijo -Pagá vos, te espero afuera. Gritos ahogados, talones al suelo, pataleando, perdiéndose en un murmullo, en un eco de la celebración norteña. Todo es risas. Sólo alcancé a ver como Edgardo la arrastraba al callejón para sumergirse en la oscuridad. El calor se mezclaba con el rumor de la peña, las luces centelleantes y la sangre. Los ojos de edgardo se adivinaban cada tanto, dos incendios en la callejuela. –Avisame si viene alguien –Me dijo desde la penumbra. Y yo temblaba. Quería decirle que dejara todo, que ya había estado. Edgardo rugía y los gritos eran llanto, eran un charco espeso en los adoquines. Quería correr. –Ayudame, boludo.
............El ave negroazul chilló, agitó la rama y una naranja cayó sobre la cabeza de Edgardo. -¡Pájaro de mierda! –Gritó pegándole al naranjo con la pala. La naranja cayó por la ladera como un amanecer perezoso que no quiere despegarse del suelo. Rodó anaranjado levantando polvareda, gritando en el idioma de las naranjas. Cuando la fosa estuvo lista, Edgardo empujó la bolsa y el suelo la abrazó en un mullido bostezo. Volcamos la tierra encima. La primera pala era otra forma de violencia. Dejé que él la tirase primero. Cayó pesada sobre el nylon negro. La cubrimos hasta que no hubo rastro, hasta que no estuvo más. Pero estaba. Nos subimos al auto y condujimos por el camino de tierra cuesta abajo. Las calles del pueblo vestían las ropas rasgadas de la peña de anoche. Al llegar, una muchedumbre nos impedía el paso. –Tranquilo boludo –Me dice Edgardo. –Bajemos y hacete el tonto, ¿entendés? No sabemos nada. –Edgardo me miraba con esos dos ojos chiquitos, madrigueras negras que dan vértigo. Salimos del auto. Edgardo le preguntó a un parroquiano qué estaba pasando. –parece que desapareció una gringa. –No te puedo creer. –Exclamó Edgardo sorprendido mientras espantaba unas moscas de su cara con un pañuelo sucio. A unos pasos de la multitud, el comisario miraba el monte con las manos en la cintura. Edgardo se le acercó preocupado secándose la transpiración de la frente. -¿Qué pasó comisario? ¿Desapareció una gringa? –El comisario lo miró brevemente y después volvió a perderse en el monte que se alzaba como un gigante de tierra. En la cima, diminuto, el solitario naranjo. Entonces Edgardo vio que sostenía una naranja en su mano. -¿Usted sabe qué árbol es ese que está allá arriba en el cerro? –Preguntó el comisario. -¿En el cerro? –Preguntó Edgardo desconcertado. –Es un naranjo. Hace diez años entro y salgo del pueblo pisando naranjas marchitas con la camioneta. Caen desde allá arriba cuando estamos en temporada. –El comisario volteó para ver a Edgardo. –Eso es lo raro. Las naranjas caen cuando se marchitan. A las naranjas maduras como ésta hay que sacarlas. –El comisario escupió el suelo y se subió a la camioneta. Mientras se alejaba por el único sendero que lleva al cerro, un ave negroazul voló sobre nosotros.
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